domingo, 25 de marzo de 2012

Y la vida que da vueltas

Esta historia empieza siempre en la misma esquina, bajo el mismo farol, y en la misma noche, día tras día, la misma noche.

No hay calor, no hay brisa, y ella está sola, con las manos sobre los hombros.

Sostiene en los labios la última palabra que dijo. La balancea constantemente, pero nunca la deja caer. Al paso de diez noches iguales, ella decide sentarse al borde del farol. La palabra, aún sostenida, puede verse claramente. La muchacha, en su cabello, lleva una hoja que no ha visto aún. Ella no puede saber que la hoja descansa sobre su cabeza. No existe, en esta historia, ningún árbol, por lo cual, la presencia de esta hoja es sumamente extraña. Igualmente lo sería para la muchacha, de modo que ella nunca llega a enterarse de que tal hoja existe.

En la noche que sigue a la que le sigue a esta que relata la historia, la muchacha intentará escupir la palabra. La amarrará al farol y halará con todas su fuerzas. Encajará sus uñas en ella una y otra vez, pero todo será en vano. En ese único instante ella se verá a sí misma, tendrá conciencia de que existe, de que es una muchacha en una esquina en una noche bajo un farol, y luego de un gesto de pánico, volverá a olvidarlo para siempre.

Veinte noches después la muchacha decidirá, por un momento, salir de la esquina. Allí se habrá perdido de cualquier posible narración, hasta que, desconcertada, regresará. En este punto no se podrá descifrar lo que la muchacha ha sentido o está sintiendo. Ella habrá logrado un espacio de libertad dentro del texto en el cual será imposible narrarla.

Pero ahora la muchacha no sabe nada de esa fuga y se entretiene estirando su palabra de una rodilla a otra e intenta crear un triángulo con ella sin saber que, finalmente, no lo conseguirá.

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