jueves, 29 de marzo de 2012

La Isla

Mientras, escucho a Kitaro y su paisaje japonés. Veo cómo la tarde se levanta y sobre el mar se va asentando su luz tenue, sosegada. La lluvia ya pasó y cualquiera diría que va a amanecer. Incluso se oyen aves, quizás estén igualmente confundidas. Mientras, yo no veo un paisaje japonés, pero puedo olerlo, verde como mi té, un tanto descolorido, un paisaje rubio y ondulante, como esta música, siempre un lago y siempre rocas a contra luz con las nubes.

He ido ya a todas partes, he visto ya todos los paisajes y aún me sobrecogen en cada nueva visita, que es siempre la primera, la nunca hecha.

Vivir en una isla, significa tener el privilegio de amanecer junto al mar cada día, de anochecer en sus costas, en su muro. Vivir en una isla significa ver pasar los años inundados de azules y seguir visitando todos los paisajes del mundo, desde una pequeña ventana o desde un amplio horizonte dibujado sobre el mar. Significa arriesgarlo todo o esperar junto al azul, de espalda al espejo que se va robando los quince años, los veinte años, los treinta años. Significa convertir el viaje desentendido y juvenil, la salida de casa, el vívido instinto de partir para poder volver, en una cuerda extendida desde la ventana y hasta el horizonte, por encima de los barcos y sus luces, tensada hasta que ya volver se olvida y partir es lo único que se puede recordar. El espejo entonces quizás pinte unos cuarenta, unos treinta.

Vivir en una isla es amarla y odiarla hasta olvidar qué amas y qué odias, es ver siempre el mismo dibujo bajo los pies, es reencontrar los mismos rostros una y dos veces en la semana. Es preguntarse si existe un paisaje que no entienda el mar. Es la duda del continente, de eso que llaman Tierra Firme, de una montaña nevada a cientos de kilómetros de un poblado desierto. De lo que es un bosque, una selva, un jaguar.

He visto todos los paisajes, cada uno más bello que el anterior hasta retornar al primero, más bello aún que el último, ese que no existe.

Vivir es una isla es saber que hay guerras en otro mundo, y gente que se muere de frío. Que existe la forma piramidal, los canguros y la aurora boreal. Instrumentos desconocidos, abedules y hondos precipicios.

domingo, 25 de marzo de 2012

Y la vida que da vueltas

Esta historia empieza siempre en la misma esquina, bajo el mismo farol, y en la misma noche, día tras día, la misma noche.

No hay calor, no hay brisa, y ella está sola, con las manos sobre los hombros.

Sostiene en los labios la última palabra que dijo. La balancea constantemente, pero nunca la deja caer. Al paso de diez noches iguales, ella decide sentarse al borde del farol. La palabra, aún sostenida, puede verse claramente. La muchacha, en su cabello, lleva una hoja que no ha visto aún. Ella no puede saber que la hoja descansa sobre su cabeza. No existe, en esta historia, ningún árbol, por lo cual, la presencia de esta hoja es sumamente extraña. Igualmente lo sería para la muchacha, de modo que ella nunca llega a enterarse de que tal hoja existe.

En la noche que sigue a la que le sigue a esta que relata la historia, la muchacha intentará escupir la palabra. La amarrará al farol y halará con todas su fuerzas. Encajará sus uñas en ella una y otra vez, pero todo será en vano. En ese único instante ella se verá a sí misma, tendrá conciencia de que existe, de que es una muchacha en una esquina en una noche bajo un farol, y luego de un gesto de pánico, volverá a olvidarlo para siempre.

Veinte noches después la muchacha decidirá, por un momento, salir de la esquina. Allí se habrá perdido de cualquier posible narración, hasta que, desconcertada, regresará. En este punto no se podrá descifrar lo que la muchacha ha sentido o está sintiendo. Ella habrá logrado un espacio de libertad dentro del texto en el cual será imposible narrarla.

Pero ahora la muchacha no sabe nada de esa fuga y se entretiene estirando su palabra de una rodilla a otra e intenta crear un triángulo con ella sin saber que, finalmente, no lo conseguirá.

jueves, 23 de julio de 2009

LA REALIDAD ESTÁ POR AQUÍ, de alexandra ramos



Fumaba. Respiró profundo. Dejó que la madrugada entrara completa en sus pulmones.

Llevaba mucho tiempo en esa esquina, demasiado tiempo, apenas un instante. Sola, parada allí, frente al mar insomne, sin recordar desde cuándo ni por qué. Abigail, susurró para nadie, no había nadie a esa hora en la calle. Abigail, ¿ese era todavía su nombre?

Se equilibró en el contén y empezó a caminar. Conocía su recorrido, cada noche se deslizaba por él. Cada noche le parecía un poco más desconocido. La ciudad nocturna se le convertía siempre en un lugar extraño, inhóspito, tal vez el único que ella aún podía habitar.

No podía recordar un solo instante agradable en esas calles. Intentó evocar la imagen de su padre. Buscar en él ese espacio perdido dentro de aquella ciudad, crucigrama sin clave en su memoria. Pensó en la muda mirada de su padre. Pero no consiguió recordarla. Ni la de él, ni la de nadie.

Subió las estrechas escaleras. Arriba surgió el pasillo de su casa. Lo sabía, pero no lo esperaba tan pronto. Abrió la puerta y esperó varios segundos antes de entrar. Por las rendijas de la ventana entraban hilos de luz blanca que apenas iluminaban la sala.

Avanzó hasta el sofá, único mueble en la habitación. Allí dormía su padre. Antes. Después. Siempre. Allí las puntas de los muelles sobresalían entre los huecos del forro. En la penumbra parecía un naufragio. A plena luz sería definitivamente un naufragio.

Ruido. El teléfono desde la otra esquina chillaba.

Abigail fue. Descolgó. Era Ian.

–¿Abigail?

dime Ian

–¿tú crees que hoy yo me mate?

no

–¿y entonces qué hago?

ven

Colgó. Se levantó y giró sobre sí misma reconociendo el espacio. Escuchaba los bichos. Estaban por todas partes. Pequeños, peludos, estúpidos. Miles de puntitos negros revoloteando encima de todo. Bichos de mierda, pensó y encendió otro cigarro. La realidad está en algún lugar por aquí cerca, dijo en voz alta, como evocando una posibilidad.

Comenzó a desvestirse con calma hasta quedar desnuda sobre el sofá. No tuvo miedo de herirse con los muelles que sobresalían, más bien se dejó caer sobre ellos, buscando algún contacto, algo que la remitiera a aquel espacio, a aquella vida tan ajena. Un pinchazo, un rasguño, cualquier cosa viva que atravesara su cuerpo.

Apagó el cigarro. En el piso. Fríamente. Casi con crueldad.

Frente al sofá un espejo inmenso, apoyado en la pared, le devolvía una imagen extraña. Perfectamente visible y perfectamente empañada.

Decidió no mirarla. Nunca. No por el momento.

Por el techo se deslizaban luces, iluminaciones fugaces y alargadas creadas por los carros que corrían abajo. Carros o bichos de otra especie con los faros apuntando a su sala.

Las luces se extendían desde la ventana, tocaban la otra punta de la sala y desaparecían. Pensó en esas mismas luces, años atrás, en otra habitación. Creyó recordar la realidad allí. Una niña, sobre una cama, las luces deslizándose desde otra ventana. El mundo entero era ese eterno correr de luces. Aquello había sucedido alguna vez y ahora, esas luces le devolvían aquel recuerdo de una habitación que tal vez sólo existía dentro de su cabeza. O tal vez aún sí le fuera posible encontrarla. Una de estas noches, una de estas noches, repitió para ella o para nadie.

Ruido. Tocaban la puerta. Se levantó arañándose ligeramente con los muelles del sofá.

Abigail fue. Abrió. Era Ian.

Entró apresurado. Ella cerró la puerta con un gesto mecánico y regresó al sofá. Ian se mantuvo de pie. Parecía adaptarse a la oscuridad de la sala. Tocó el cuerpo desnudo de Abigail, extendida sobre el mueble. Ella le hizo espacio. Él se acostó a su lado, esquivando las puntas de los muelles.

no va a ser hoy. pero quería estar seguro. vine lo más rápido que pude.

¿estabas en la esquina?

estaba en la esquina

¿me viste llegar antes?

te vi

Abigail preguntaba en vano, siempre lo hacía con él. Sabía muy bien que Ian estaba en la esquina cuando ella llegó, aunque no lo viera. Ian siempre estaba en aquella esquina, aunque ella nunca lo viera. Ian siempre estaba, tal vez demasiado.

traje la cuchilla

no te vas a matar hoy, Ian, lo sabes

-lo sé, pero la traje por si cambias de idea

Ella subió una pierna, buscando tocar las iluminaciones del techo. Giró hasta estar encima de Ian. Comenzó a besarlo, a desnudarlo. Él no lo evitaba, pero tampoco se movía. Ella sabía que Ian tardaría unos minutos en reaccionar. Lamió sus huesos, sus bordes contorneados bajo la piel, la mayor parte afilados. Como muelles, como cuchillas.

Tocó sus granitos rojos, esas burbujas de sangre que ella conocía tan bien y cada vez le parecían más raras. La palidez de Ian contrastaba con todo en aquel cuarto. Como iluminado por sí mismo, Ian inundaba la habitación con una claridad extraña. Abigail buscaba perderse en ella. En él.

Ella se mueve desarticuladamente sobre la delgadez de Ian. Él siempre se moja más. Él siempre se entristece al final. Ella empieza a hablar con la cabeza arqueada hacia atrás. Primero es un susurro. Apenas puede articular ni una sílaba en aquella posición.

Un dolor de cabeza comienza punzante. Entra por su ojo derecho y atraviesa hasta el otro extremo de la cabeza. Lo siente establecerse allí. Se endereza un poco. Busca la mirada muda de Ian. Él puede escucharla hablar, pero no entiende nada. Ella continúa su movimiento arrítmico sobre las caderas de él. Sintiéndose encajada no le teme al dolor.

Abigail sigue hablando. Ian sabe que no habla para él. Sus frases entrecortadas empiezan a hacerse más claras. Al principio él distingue apenas unas palabras. El tono sube, ella no se detiene.

todo se ve fuera de foco, como si pudieras tragarte el cuarto, y a la vez… me tragas también, todo está húmedo –Ian sabe que no debe responder. Esas palabras no le pertenecen. El cuerpo de Abigail tampoco. Ella está, pero no está. Si le responde, ella se irá del todo.

Abigail puede ver motas de humo rebotar contra el techo, suben y regresan hasta su cabeza. Un empujón y las impulsa de nuevo. Por un instante la realidad ya está ahí, casi puede probarla.

Deja de hablar. Saca la lengua, la estira.

me voy –dice ella y saca la lengua otra vez

–¿a dónde? aún no termino

no importa, me voy

Ian sabe que no podrá convencerla. Hace un último intento.

si te vas, me voy a matar ahora

quizás –dice ella, se separa y cae al suelo.

Se arrastra hasta el espejo. Tan inmenso, tan extrañamente apoyado en la pared, devolviéndole una imagen que es la misma y es otra, perfectamente invisible y perfectamente enfocada.

Cierra los ojos y empuja, no puede entrar. Abre los párpados y ve su propia mirada. O es la de su padre. O será la de Ian. Todas tan mudas, tan raras.

Respiró profundo. Abigail cerró los ojos. Dejó que la madrugada saliera completa de sus pulmones. Y atravesó el denso cristal.

El aire le pareció mucho más frío dentro del vidrio, frontera de nadie. Sobre un colchón el viejo perro dormía y no la sintió pasar. Era un perro conocido, el perro de siempre. Ella lo sentía así, sabía incluso que su nombre era Glass, pero no podía recordarlo suyo.

Siguió caminado hasta el otro borde del vidrio. Aquel universo plano terminaba en un abismo luminoso. Debía elegir hacia dónde seguir. Supo que estaba en otro espacio donde ya había estado muchas veces y que allí todo era cuestión de sensaciones. Buscó en su memoria algo que los sentidos pudieran evocarle. Un olor llegó de pronto. Frente a ella apareció un animal extraño. Sintió que era ella misma y se acercó para investigarlo. El olor la invitaba a adentrarse en el animal. Subió a su lomo. Tenía largas plumas blancas y una vez arriba, descubrió que era un escarabajo.

Le abrió las plumas y se hundió en él hasta tocar su carne. Sus duros huesos externos, como los de Ian. Diversos olores llegaban desde lugares donde ella estuvo hace tiempo, en una infancia imposible. La cama blanca en la casa de una abuela muerta, las manos crispadas durante semanas, los ojos sin párpados. El pelo húmedo de Glass aún vivo contemplándose en el espejo. Las sábanas donde la madre dormía, revuelta entre pesadillas y fiebres, el sudor coagulado en la almohada. La sonrisa del padre.

Abigail apretó las plumas blancas para extraer más olores. Estaba ciega de tanto blanco. El olor de la mañana desde otra ciudad. La soledad de un sótano inundado por el mar. Apretó más, el escarabajo gruñó. Ella no se asustó, pero supo que sería imposible conservar aquellos recuerdos. Enlazarlos siquiera.

El escarabajo se fue derritiendo poco a poco, hasta que Abigail quedó sobre un montón de plumas y un gran charco de colores.

El ambiente fue invadido por un calor húmedo. Abigail se vio envuelta en una atmósfera espesa. Sentía el vapor levantándose desde el charco. Las plumas se iban consumiendo mientras se le pegaban los colores al cuerpo.

Imágenes extrañas comenzaron a aparecer a su alrededor.

Sobre una fuente una gorda se deshilachaba la vagina. Halaba las delgadas tiras con una navaja, tan afilada como la cuchilla de Ian, y las probaba cada vez. Las chupaba delicadamente y las iba acomodando sobre sus muslos. Se acercó y vio que sus ojos cristalinos reflejaban imágenes que le eran conocidas. Abigail se acercó más y vio en ellos una mujer que recogía tierra de una maceta y la pasaba a otra. Flash. La mujer la miró. Abigail reconoció en ella a la madre de su madre, aunque no recordaba haberla visto antes. La mujer seguía sacando tierra. La tierra se fue mezclando con pedazos de vidrio verde que le cortaban las manos. Flash. Sobre una cama apareció su padre. Boca arriba con los ojos muy abiertos, sostenía un pedazo del mismo vidrio verde. Cortaba con él su garganta. Flash. La mujer apretaba el cuerpo de su padre, tendido ahora sobre la tierra. Las macetas rotas. Sangre.

La gorda agarró a Abigail de los brazos y la empujó lejos. Cayó bajo un árbol que se derretía, el paisaje entero parecía irse hacia un orificio abierto entre la gorda y ella.

Abigail fue arrastrada. Cayó sobre la sangre de Ian. Lo vio aún apoyado contra el sofá. La cuchilla en sus manos, tan afilada como la navaja de la gorda, abriéndose limpiamente las venas. Abigail se miró y sus propias venas estaban abiertas. Pero en lugar de sangre, un líquido blanco y viscoso salía y subía por las paredes del cuarto.

Ian ¿qué coño hiciste?

Un pájaro extraño entró por la ventana, ahora abierta. Y se posó en el techo. El líquido blanco llegó hasta él y lo cubrió todo.

Abigail pudo levantarse. Fue hasta la ventana. Vio la ciudad inundada por el mar. Se vio flotando junto a su padre muerto. Miró sus manos y no pudo ver el líquido blanco. Había desaparecido, aunque estaba por todas partes, transparente. Se volteó buscando a Ian y tampoco lo vio.

El escarabajo ocupaba casi toda la habitación. Se acercó a ella y la acostó en su lomo. Abigail se hundió entre sus plumas, blanco sobre blanco. Supo, que en algún momento ella había vivido allí.

Sus manos se llenaron de sensaciones. Recostada sobre la cabeza del escarabajo, no podía recordar cuánto tiempo llevaba así. Cerró los ojos, por última vez, y pensó la realidad es ésta.

La habitación, una gran masa blanca, se hundía bajo el mar.